Calle Portazgo. Ardales. 1799
Nada, no se oía nada, no se veía nada. La espesura de aquel vaho no dejaba ver ni la torre de la iglesia que se encontraba a tres varas de distancia. Todo estaba sumido en la oscuridad, nadie había encendido los 4 hachones que colgaban de la calle Real, nadie deambulaba por las calles. Un bulto se veía en la confluencia de calle Portazgo y calle Mineta. Se trataba de un hombre, un hombre que parecía estar arrodillado en mitad del callejón, pero no se movía, ningún miembro de su cuerpo mostraba el más mínimo atisbo de vida. Levantaba su mirada al cielo pero sus cuencas habían sido vaciadas y dos grandes riadas de sangre bajaban por sus mejillas. Sus codos habían sido dislocados y sus brazos apuntaban al norte y a la chimenea del caserón de la esquina, que humeaba sin parar. La villa entera había quedado desierta, sus habitantes se lanzaron a la sierra dejando sus vidas atrás, nunca volvieron. Durante años habían escuchado lo que pasaba en calle Portazgo cuando aquel manto fúnebre de la estufa se colaba entre las callejuelas.
Calle Iglesia. Ardales. 1901
Clara de Limant bajaba de su carruaje y observaba su nuevo hogar, la Casa Portazgo. Sus muros estaban agrietados, la cal desprendida dejaba ver las capas inferiores y los muros exudaban ríos de color siena. Miró a su recién estrenado marido y le espetó:
- ¿Venimos de la capital para vivir aquí?
La familia de Andrés Limant había esquilmado toda su fortuna y de todas las propiedades que en su día tuvieron, la Huerta del Cortijillo era la única que le quedaba. Por eso acabaron en Ardales. Allí no había señoras principales, no había club de lectura, no había cócteles en el hotelito de al lado y por supuesto era una tarea estéril comprar polvos para maquillarse. Clara entró en la casa y echó un vistazo a la diminuta sala que tenía delante de ella. Las paredes eran poco uniformes y estaban ennegrecidas, el suelo polvoriento dejaba ver en algunas partes que era de barro cocido y una empinada y tortuosa escalera con baldosas, también de barro, revelaba con crudeza el paso del tiempo en sus desgastados mamperlanes. Andrés, cargado de maletas, se dirigió al piso de arriba mientras iba diciendo:
- ¡Seamos positivos! le daremos un lavado de cara.
- ¡Maldita casucha del infierno!, dijo Clara en voz baja.
Si bien, en el exterior, la temperatura era muy agradable para esa época del año, en la casa hacía mucho frío y eso que aún llevaba puesto el abrigo de piel de zorro con el que había llegado al pueblo, después de tres horas de carreteras polvorientas.
Las paredes de la sala rezumaban tanta humedad que los dedos de rehundían en el revoco. Pasó la mano tocando algunas partes de la pared pero al llegar a una esquina la humedad desaparecía. Golpeó un poco y sonó hueco, golpeó de nuevo. Alargó el brazo para coger el bastón de su marido, que tenía la empuñadura de bronce, y golpeó la pared abriendo un gran agujero. Movida por la curiosidad, golpeó de nuevo, algunos ladrillos cayeron y algo apareció detrás del falso muro. Una chimenea.
La estructura era sencilla: un leñero en la parte baja, que aún contenía unos cuantos troncos ennegrecidos, encima, el hogar estaba rematado con un arquito de ladrillo visto y después una sinuosa e irregular campana se perdía en el techo.
- ¡Seamos positivos!, al menos no moriremos congelados, se dijo a ella misma con sarcasmo.
Sacó algunos desperdicios que taponaban el hogar y algo se escurrió rebotando en el suelo. Era una bolsita de cuero marrón con unas inscripciones en forma de cruz. Desató el trocito de soga roída que cerraba la bolsa y dentro encontró dos esferitas grisáceas. Las movió entre sus palmas intentando averiguar que eran pero no lo logró.
Clara se despertó sobresaltada al oír tres fuertes golpes en la puerta principal. Su marido dormía plácidamente, algo inexplicable teniendo en cuenta lo que picaba aquel jergón de paja. Bajó los escalones de dos en dos, tropezando en su bajada con un cubo lleno de agua sucia que se desparramó por todo el salón. Tiró con fuerza de la aldaba que cerraba el portón, abrió la puerta y entornó los ojos para ver quién había en la calle. Era un hombre de altura considerable, ataviado con un anticuado abrigo negro con una capucha que le cubría la cabeza, dejando sólo entrever una nariz gruesa. Se abalanzó sobre ella empujándola al interior y con un par de zancadas se plantó frente a la chimenea. Movía la cabeza frenéticamente como queriendo buscar algo. Se giró hacia Clara y señaló la chimenea con una mano y a ella con la otra. Clara estaba paralizada ante esa escena y el hombre, al ver que ella no reaccionaba, intentó balbucear algo:
- Sa-sa-salid de aquí. De-de-dejad todo como lo encontrasteis y sa-sa-salid de aquí.
Clara, contrariada, miró la chimenea y volvió a mirar al hombre pero ya no estaba allí.
¡Agghgh! Clara se levantó como un resorte del colchón arqueando la espalda para tomar impulso y recobrar la respiración. Tenía un nudo en la garganta y una extraña angustia. ¡Qué sueño tan extraño! Se desperezó y se tapó la cara queriendo evitar el rayo de sol que entraba por la ventana, justo por el único trozo de persiana que estaba roto. Bajó los pies al suelo y ahí sintió la humedad, tenía la parte baja del camisón mojada. Bajó al salón y vio que el cubo de agua sucia estaba tirado en mitad de la sala.
La primera semana en su nuevo hogar fue ajetreada, al menos para una señora de su nivel, pero la que empezaba no lo iba a ser menos. Necesitaba un ama de llaves y había empezado a recibir a algunas mujeres. La Paca era la primera mujer que entrevistaba que era del pueblo. Las tres anteriores eran de pedanías cercanas, y otra que vivía en Carratraca. La Paca era de edad avanzada, ya hacía tiempo que había cumplido los setenta aunque se la veía con mucha vitalidad. Hablaron unos minutos y le convenció, ¡al menos vivía dos casas más allá de la suya!
- ¡Está contratada! Alicia fue a la cocina para traerle su uniforme de trabajo. Al quedarse sola, la mujer miró a su alrededor, se sorprendió al ver la chimenea y se puso de pie junto a ella.
- ¡Señora! Alicia entró en el salón de nuevo. Tiene que volver a tapar la estufa y sobre todo no usarla, dijo con la cara desencajada.
- ¿Quién es usted para decirme qué hacer en mi propia casa?
- No lo entiende señora, cuando se enciende la estufa, pasan...(se persignó) cosas.
- ¿Qué cosas?, preguntó Alicia mientras se acercaba lentamente a La Paca.
- Cosas...malas, ¡horribles! Los mayores siempre contaban que esta casa tiene Abilizi.
- ¿Abi qué? ¿Eso qué es?
La mujer se santiguó dos veces más, se acercó a Alicia y la cogió de las manos.
- Sólo le pido que, por favor, tapie la estufa y olvídese de que existe. La mujer salió de la casa.
Clara se quedó allí sola, de pie, en mitad del salón. Miró la chimenea, se agachó junto a la leñera y sacó la bolsita de cuero. ¡Pum, pum, pum! De nuevo los tres fuertes golpes en la puerta. Descorrió el pestillo y, otra vez, aquel hombre con capucha. Llevaba la misma ropa, empujó a Alicia al interior y repitió aquellos extraños movimientos balbuceando las mismas palabras.
- ¿Pero qué pasa con la chimenea? ¿Qué ocurre?
El hombre le arrimó su cara y se quitó la capucha. Un grito seco salió de la boca de Alicia. Aquella cara no tenía mirada, sólo había oscuridad. Intentó apartar a aquel individuo con un brusco movimiento, pero él la agarró de los brazos para atraerla de nuevo y ¡Agghgh, cof, cof!
Una tos seca, la respiración agitada y unos sudores fríos la despertaron. Estaba tumbada en un charco de sudor. Se recostó en la cama y sintió la punzada en los antebrazos, se los miró y vio dos oscuras marcas de manos. ¿Pero qué pasaba? ¿Había sido un sueño? ¿Era real? ¿Cómo había llegado a la alcoba?
Bajó al salón y miró a su alrededor. Todo estaba tal y como lo había dejado, excepto por el saquito de cuero que estaba tirado sobre el aparador del comedor. Se sentó en la butaca que tenía junto a él, y alumbrada por el sol que entraba por un ventanuco cuadrado, vació el contenido de la bolsita observando de nuevo aquellas extrañas esferas. Su vista se nubló.
Al volver en sí tenía el cuerpo entumecido. Miró a su alrededor, la sala donde estaba aunque le era reconocible y parecía su salón, era distinto. Unos hombres entraron en la estancia y ella, espantada, dio un salto temiendo que pudieran ser ladrones que se habían colado en su casa. Se intentó esconder pero no la vieron. De hecho, ambos actuaban como si ella no estuviera allí. Y de nuevo, ¡pum, pum, pum! los tres golpes en la puerta. Uno de los hombres se acercó al ventanuco y lo abrió. Alguien, al otro lado, introducía su mano y dejaba caer unas monedas en un cesto colocado sobre un tablero. Los hombres llevaban coloridos ropajes, parecían soldados sarracenos aunque no llevaban armas. Al otro lado de la estancia, estaba su chimenea, encendida. Algo hizo que enfocara su vista al fondo de la escena, en la penumbra, y se fijara en un hombre sentado al fondo. Era el hombre encapuchado señalando con un brazo a la chimenea y con el otro a ella. Clara se miró las manos para darse cuenta de que aún tenía la bolsita de cuero agarrada con fuerza entre sus dedos. La dejó caer y su salón afloró de repente. Estaba sentada, en la oscuridad, y un hombre en sombra estaba frente a ella. Era su marido, parado de pie en mitad del salón.
- ¿Qué haces? ¿Qué hablas?
- Yo no he dicho nada, respondió con cierto desdén.
- Sí, estabas murmurando cosas pero no sabía que decías, te preguntaba y no me respondías y mirabas a tu alrededor con la mirada perdida.
- Supongo que me habré quedado un poco traspuesta, será el frío que hace en esta casa.
Andrés se acercó a la chimenea con la intención de encender el fuego, pero Clara, como llevada por un impulso, lo paró. Él la miró extrañado.
- Deja...um...ehm, ya lo hago yo.
Andrés se retiró del salón y ella, una vez sola, miró a su espalda hacia el comedor con cierto temor, pero allí no había nadie, solamente estaba su aparador.
La cabeza le iba a explorar, un sin fin de pensamientos le rondaban la mente; La Paca diciendo que volviera a tapar la chimenea, los golpes en mitad de la noche, el extraño hombre encapuchado que la señalaba. Desde la llegada al pueblo todo había sido una locura. Estaba agotada mentalmente, casi no dormía, tenía esas extrañas ensoñaciones y aquel frío, aquel frío te calaba los huesos. ¡Estaba harta de todo aquello! Cogió uno de los quinqués que colgaban de las paredes del salón, acercó la llama a unos papeles viejos y los encendió. Los lanzó a la chimenea y subió a la alcoba a recostarse un rato. Al poco de tumbarse en la cama, una ráfaga gélida la hizo buscar la sábana pero ni echándose toda la colcha encima consiguió entrar en calor. Bajó al salón y vio que la chimenea estaba apagada. Intentó encenderla de nuevo, sin éxito. La casa estaba congelada y un viruji helador se colaba por el ventanuco. Lanzó otra tea encendida pero al caer, la llama se apagaba de golpe. Furiosa, cogió todo lo que había esparcido sobre la mesa y lo lanzó al hueco de la chimenea. Un alarido atronador en el exterior la sobresaltó y vio una sombra asomada al ventanuco. Otro ruido a su espalda la hizo girarse otra vez y ver como el saquito de cuero estaba tirado en el suelo en mitad de la sala con las esferas desparramadas en las baldosas. Asustada y en un estado de nervios insoportable, lo cogió del suelo y lo lanzó al fuego. El alarido volvió a sonar con más fuerza pero esta vez el fuego sí prendió. Un fogonazo inicial dio paso a una extraña humareda que llenó la sala entera y unas extrañas sombras se marcaron en la neblina y adquirieron formas humanas. Todas ellas acabaron confundiéndose con la oscuridad y siendo aspiradas por el tiro de la chimenea y el salón quedó libre de humo. Agotada, se dejó caer sobre el sillón, descansó los ojos un segundo y al abrirlos allí estaba aquel hombre. Esta vez, no le dejó tiempo para reaccionar, se arrojó sobre ella y se descubrió la cara dejando ver sus cuencas vacías. Señaló la chimenea con un brazo y le abrió una mano a Clara entregándole las dos esferitas cerrando fuertemente el puño. Y todo se desvaneció.
Su salón volvía a ser aquel otro lugar, los dos hombres de extraños ropajes se retorcían de dolor en el suelo. Una figura en sombra estaba en el ventanuco, no se le veía la cara, solamente su mano que parecía controlar a los dos soldados.
- Él, él llegó y entonces todo cambió, indicó el hombre de la capucha que estaba de pie junto a ella.
- ¿Eres tú? Dijo ella apuntando al hombre en sombra del ventanuco.
- ¿Yo? No, aunque he sido de los pocos que he podido verlo, por desgracia. Él es algo que todos llaman Iblis. No es persona, no es cosa, es algo llegado nadie sabe por qué. Algunos dicen que lo envió "el Adorado" como castigo por los abusivos impuestos de portazgo del emir para entrar en la villa.
Aquel ser entró en la casa, parecía levitar, no se le veía rostro alguno y no parecía mover los miembros. Se posó sobre la chimenea y se disipó en una densa humareda que invadió la estancia. De repente, Clara se vio en la calle, frente a su casa. Al fondo no se veía la iglesia, tampoco las otras casas junto a la suya, solamente un camino amurallado y al fondo la fortaleza. El hombre de la capucha, a su lado, señaló con su brazo hacia arriba: la chimenea. De aquel tubo negro salía un pesado vaho que se empezó a desparramar lentamente por las calles. Al fondo de calle Mineta y cerca del cruce con calle Real, un par de personas caían a plomo en el suelo. Más allá, otro hombre subido en un burro sucumbía como los anteriores. Al girarse para mirar al hombre de la capucha, ya no estaba a su lado, observó a su alrededor y todo había cambiado. La iglesia ya despuntaba al fondo de la calle, ya había casas construidas junto a la suya y de nuevo, la chimenea humeante. En un segundo, se vio en mitad de una multitud que corría despavorida, la empujaban sin parar pero nadie miraba atrás. Algunos caían fulminados en la calle, y otros proferían alaridos que helaban la sangre. El portón del Portazgo se abrió y vio salir al hombre de la capucha. Él sí pareció verla ya que al pasar junto a ella le devolvió la mirada de terror.
- ¿Qué pasa? ¿Dónde vas?
La ignoró, dobló la esquina, quedó inmovilizado y allí cayó sobre sus rodillas. Movió su cabeza hacia Clara, sus ojos ya no estaban allí y dos hileras de sangre le caían por el rostro. Sus pies adquirieron una extraña postura, y sus brazos se dislocaron para señalar a la chimenea y señalarla a ella. Clara no podía moverse, algo le obligaba a ver aquella terrible escena. ¿Qué le señalaba? Se miró buscando qué podía ser y advirtió que aún llevaba las dos esferas apretadas en el puño. Al abrir la mano, vio que aquellas extrañas canicas eran en realidad dos ojos, pero ahora estaban ensangrentados, como recién mutilados. Ahogó un grito ante todo lo que estaba viviendo, y entonces recordó: aquellos tres golpes que escuchaba cada vez que cogía la bolsita, aquel hombre con capucha que la estaba visitando, aquellas cuencas oscuras...
¡Aquellos ojos vieron a Iblis!
¡Tosía! Tosía y tosía sin parar, el aire no le entraba en los pulmones. La sala estaba atestada de humo, el fuego crepitaba con violencia, las llamas eran gigantescas y se habían tornado en un tono azulado que nunca había visto. Intentó sin éxito apagarlas y Clara vio de nuevo al hombre encapuchado. Sin decirle nada, señaló de nuevo la chimenea y con la otra mano la señalaba a ella. A través de las ventanas, en la calle, se veían sombras pasar, y se oían voces que gritaban ¡la estufa del Portazgo, la estufa del Portazgo! El hombre seguía allí señalando y balbuceando. Era como si algo le impidiera pronunciar palabra, pero logró sobreponerse y lanzar un grito:
- ¡Quémalos!
Clara se miró la mano en la que llevaba los ojos y los lanzó al fuego. El alarido que se escuchó fue atronador, tanto que incluso sintió como el suelo tembló bajo sus pies. Entonces, la paz. Iblis había recorrido de nuevo el pueblo, pero estaba vez pudo pararse antes de acabar con todos.
Y allí estaba Clara, en su carruaje. Dejaban la casa, dejaban el pueblo. Nunca volvió a pronunciar palabra, sólo una frase: "Ese hombre, sus ojos". Su marido cuidó de ella hasta que, al morir él, fue ingresada en una Casa de Reposo donde acabó sus días.
Abandonada de nuevo, solitaria, nadie quiere ni mencionar hoy los sucesos ocurridos en la Casona del Portazgo, por precaución. Y nada, no se oye nada, no se ve nada.
(Relato)
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